24 noviembre 2014

Pórtico de Adviento

La vida litúrgica está estructurada en cuatro etapas: Adviento, Pascua (con Navidad) Cuaresma y Tiempo Ordinario. Ello se debe a que nuestra vida está teñida por esos cuatro colores: la esperanza, la alegría con la celebración, el dolor y la vulgaridad cotidiana que también tiene su riqueza. Por tanto no hay que mirar los tiempos litúrgicos como fragmentos aislados sino como acentos que nos van recordando las dimensiones que no deben faltar en nuestra vida de fe.
Los cuatro domingos de Adviento habría que intentar vivirlos como una larga meditación sobre la esperanza: esa virtud de la que Péguy decía que es la que más asombra a Dios cuando la ve en nosotros. Porque esperanza no es lo mismo que optimismo: en un mundo tan cruel y tan injusto como el nuestro, el optimismo sólo puede fundarse en ingenuidad o en hormonas. Pero aunque no quepa el optimismo, en el creyente siempre hay lugar para la esperanza: porque, como Dios sigue siendo el Señor de la historia, siempre es posible seguir luchando, o dar algún paso adelante o volver a comenzar. La posibilidad del Reinado de Dios sigue latente en nuestra realidad y Dios nos sigue dando la oportunidad de reconvertir en bienes lo que hemos hecho mal.

Precisamente por eso, el Adviento comienza cada año con textos apocalípticos que, aunque no hay que tomarlos como profecías sino como advertencias, no dejan de resonar negativamente como catastróficos. Pero, del primer domingo al último, pasamos del anuncio de una (hipotética) catástrofe, en continuidad con los últimos domingos del año litúrgico, a la Anunciación de un salvador del mundo. Debemos caer en la cuenta de que este esquema es opuesto al del resto del año litúrgico y de los mismos evangelios, donde la predicación de Jesús comienza con un anuncio optimista (la cercanía del reinado de Dios) y concluye con los largos discursos apocalípticos que cierran la predicación de Jesús en los evangelios sinópticos. Si aquí íbamos pasando del optimismo a la decepción y la amenaza, ahora en el Adviento pasamos de la amenaza bien seria a una nueva esperanza.
Al igual que la bondad, la esperanza es en este mundo la siempre vencida y la siempre invencible. Subrayemos otra vez que se trata de esperanza, no de optimismo. Precisamente por eso, es una esperanza que reclama nuestra colaboración. Y esa colaboración humana se nos concreta este año en dos imperativos decisivos que enunciarán el segundo y el tercer domingo del adviento: la lucha por la igualdad y el testimonio. El camino del Señor hay que prepararlo. Y sólo se prepara luchando por la igualdad, tratando de borrar todas las diferencias. La igualdad entre todos los seres humanos, esa igualdad denostada por los economistas como si fuese enemiga de la creatividad, es como la autopista que facilita la llegada del Señor (evangelio del segundo domingo). Y esa igualdad, siempre pendiente en esta historia dominada por lo que Jesús llamaba “el príncipe de este mundo” (en oposición al reinado de Dios), sólo puede fundarse y mantenerse en el testimonio constante de que hay en medio de nosotros algo (Alguien) que desconocemos (evangelio del tercer domingo).
Por tanto: viviremos cristianamente el Adviento si sabemos pasar del pesimismo a la esperanza siempre renacida. Y podremos dar ese paso si tratamos de luchar denodadamente por la igualdad entre los seres humanos y por ser todos precursores como el Bautista.
José Ignacio González Faus, sj

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