16 octubre 2014

Comentario al Evangelio de hoy, 16 octubre

Fernando Torres Pérez cmf
       En todas nuestras naciones hay muchos monumentos a los personajes principales de su historia. Eso no significa que fuesen reconocidos en su época como tales. Más bien, en muchos de los casos, sucedió exactamente lo contrario. El reconocimiento llegó después de su muerte. Eso no pasa sólo en las naciones, en el mundo civil. Ha pasado también en nuestra querida Iglesia Católica. Pienso ahora en los teólogos condenados o puestos en cuestión poco antes del Concilio Vaticano II y actualmente reconocidos incluso por la misma Santa Sede: Teilhard de Chardin, Henrio de Lubac, Marie-Dominique Chen, Jean Danielou, Yves Congar, Von Baltasar. Algunos de ellos recibieron de los papas posteriores al Concilio el birrete cardenalicio. 

      ¿A dónde voy con todo esto? Algo muy sencillo: no somos mejores que nuestros padres. Lo que hicieron ellos es muy probable que lo volvamos a hacer nosotros. Los profetas, los que nos traen nuevas perspectivas, los que nos sacan de nuestras casillas, siempre lo tienen difícil. Nos incomodan y por eso suelen terminar mal. Le pasó a Jesús. Le pasó a muchos de sus seguidores. ¿Por qué no le va a pasar también a los profetas de nuestros días?
      ¿Qué podemos hacer? Muy sencillo: abrir bien los ojos y los oídos para escuchar la palabra de Dios que está presente en los textos sagrados pero también en la voz de nuestros hermanos y hermanas y en los acontecimientos de nuestro mundo. Cuando algo nos incomode gravemente, nos haga sentir mal, no rechazarlo por principio sino abrir el corazón. Quizá sea Dios mismo que nos está llamando a cambiar de vida. 
      Pienso en Monseñor Romero, obispo de San Salvador, asesinado. Era un hombre muy sencillo, tradicional. No pretendía ni quería hacer grandes cambios. Pero cuando llegó a su diócesis escuchó la voz de su pueblo, fue sensible a su sufrimiento. Y actuó en consecuencia. No se dejó llevar por la tradicional prudencia eclesiástica. Y denunció con valor a los que causaban ese dolor innecesario e injusto. Le costó la vida. Pero es que seguir a Jesús tiene eso: hay que entregar la vida para resucitar con Él.

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