27 julio 2014

Hoy es 27 de julio, domingo de la XVII semana de Tiempo Ordinario.

Hoy es 27 de julio, domingo de la XVII semana de Tiempo Ordinario.
En el tramo final de la semana busco un rato para encontrarme con el Señor de la vida. Poco a poco voy haciéndome consciente de su presencia en mi vida, de cómo es él que me sostiene y me acompaña. Aunque muchas veces no caiga en la cuenta.
La lectura de hoy es del evangelio de Mateo: (Mateo 13, 44-52)
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: «El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo. El reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas que, al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra. El reino de los cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan, y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran. Lo mismo sucederá al final del tiempo: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno encendido. Allí será el llanto y el rechinar de dientes. ¿Entendéis bien todo esto?» Ellos le contestaron: «Sí.» Él les dijo: «Ya veis, un escriba que entiende del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando del arca lo nuevo y lo antiguo.»
Con las dos primeras parábolas de hoy el Señor nos habla del gran valor del Reino de los cielos. Valor tan grande que bien vale la pena anteponerlo a toda otra cosa. Es lo que hacen los protagonistas de estas parábolas: el labrador y el comerciante. Encuentran el tesoro escondido y la perla, y, sin perder tiempo, llenos de alegría y con gran ilusión, van y venden lo que tienen para así poder comprarlos. Es lo que han hecho todos los que se han encontrado con Cristo y su evangelio…  ¡Qué pronto, con qué decisión y con qué alegría lo dejaron todo Francisco de Asís, Ignacio de Loyola, Javier y tantos otros, cuando se encontraron contigo, Señor! Y es que, cuando se llega a gustar el gozo de tu amistad, el desprendimiento apenas cuesta, pues no se vive como renuncia, sino como la mejor inversión. Francisco de Asís, desde que te encontró, repetirá sin cansancio en la oración: ¡”Dios mío y mi todo, Dios mío y mi todo!...” Para él, tú, Señor, lo eras todo. ¿Y nosotros?, ¿qué somos capaces de dejar por conseguir el tesoro del Reino, por vivir con y para el Señor?
En esta sociedad nuestra, ¡qué de renuncias, sacrificios y esfuerzos se hacen para conseguir dinero, prestigio, fama, comodidades!… Son los valores que se cotizan, que se desean y buscan. El evangelio, la vida de entrega y servicio a Dios y a los demás atraen, pero ¡asustan a muchos! Desgraciadamente, a Cristo aun hay muchos que lo miran como un aguafiestas. Cuando es el que viene a poner gozo y alegría en la fiesta de nuestras vidas... Y lo más triste es que muchos cristianos llegan a pensar del mismo modo. Y es porque pensamos sólo en lo que hemos de “vender”, no en el “tesoro”, en la “perla preciosa” que vamos a conseguir a cambio. Concédenos, Señor, descubrir tu evangelio y tu reino como el tesoro más valioso, como la Buena Noticia liberadora que más gozo y alegría puede poner en nuestro corazón. Porque entonces no dudaremos en “vender” bienes, comodidades y prestigios, porque habremos comprendido que el trueque vale la pena.

Concluye el evangelio con una tercera parábola, la de la red que recoge todo tipo de peces. La red no distingue clases de peces, arrastra cuantos caen en ella. Serán los pescadores los que, ya en la orilla,  escogerán los peces buenos y desecharán los  malos. En esta parábola el Señor insiste en la enseñanza de la parábola del trigo y la cizaña: en la etapa actual del Reino de los cielos, coexisten  buenos y malos, justos y pecadores. Y sólo a Dios, el gran pescador que ha echado la red,  pertenece el separar a los malos de los buenos. Será en el último día, cuando  “saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno encendido. Allí será el llanto y el rechinar de dientes.” Triste el destino de eterno de los “malos”, que no han optado radicalmente por Cristo y no han vendido lo “viejo” -aquello por lo que hasta entonces se han afanado y luchado-, para “comprar” el tesoro y la “perla preciosa” del Reino-: ser echados al “horno encendido”, donde sólo habrá llanto y rechinar rabioso y desesperanzado de dientes, por haber obrado tan neciamente. Señor, no permitas que yo sea de los excluidos del Reino y de su alegría. Que opte con total radicalidad  por tu Reino, que comprenda que vale la pena “venderlo” todo para vivir el Evangelio,  que es el tesoro que, en el fondo, todos deseamos encontrar.
De nuevo, leo este evangelio. Me fijo en qué gestos o palabras de Jesús tocan especialmente mi corazón. Estoy atento para percibir que sentimiento o movimientos internos provoca en mí la palabra.
Con confianza, comunico al Señor lo que ha ido pasando por mi corazón este rato con él. Le puedo pedir que me ayude a tener su sensibilidad para las necesidades de los demás. Su confianza y cercanía con el Padre, de quien Jesús recibe su misión y su fuerza. O que en la eucaristía, el gesto de par y repartir el pan, me vaya haciendo lo más parecido a Jesús que entregó su vida.
Que esta oración me pueda acompañar a lo largo de la semana, repitiendo en mi interior, una y otra vez, este anhelo: Señor, que pueda en todo amar y servir; Señor, que pueda en todo amar y servir….

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