24 julio 2014

Hoy es 24 de julio, jueves de la XVI semana de Tiempo Ordinario.

Hoy es 24 de julio, jueves de la XVI semana de Tiempo Ordinario.
Al comenzar este tiempo de encuentro y oración, contacta con tu cuerpo con lo que te rodea, con los sonidos que te llegan del exterior. Con los sentimientos que te invaden en este momento. Respira profundamente y acoge todo ello en ese lugar profundo e íntimo, donde Dios habita en ti. Experimenta cómo Dios te da la bienvenida y te acoge con todo lo que eres.

La lectura de hoy es del evangelio de Mateo (Mt 13, 10-17):
Los discípulos se acercaron a Jesús, y le preguntaron por qué hablaba a la gente por medio de parábolas. Jesús les contestó: “A vosotros, Dios os da a conocer los secretos de su reino; pero a ellos no. Pues al que tiene, se le dará más y tendrá de sobra; pero al que no tiene, hasta lo que tiene se le quitará. Por eso les hablo por medio de parábolas; porque ellos miran, pero no ven; escuchan, pero no oyen ni entienden. En ellos se cumple lo que dijo el profeta Isaías:
‘Por mucho que escuchéis, no entenderéis;
por mucho que miréis, no veréis.
Pues la mente de este pueblo está embotada:
son duros de oído
y han cerrado sus ojos,
para no ver ni oí.
para no entender ni volverse a mí
y que yo los sane.
«¡Dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen! Os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis vosotros y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron.»
Las parábolas con las que Jesús expone a la gente el Reino no parecen demasiado difíciles y complicadas. Pero los discípulos observan que son pocos los que acogen el mensaje de Jesús, y se preguntan si será porque la gente no llega a entender las parábolas.  Y le preguntan: “¿Por qué les hablas en parábolas?” Aunque bien sabemos que,  así como no hay peor ciego que el que no quiere ver, ni peor sordo que el que no quiere oír, tampoco hay “peor entendedor” que el que no quiere entender. Era lo que pasaba a muchos de los que escuchaban a Jesús; aferrados al espíritu nacionalista fomentado por los fariseos y escribas, aunque escuchaban a Jesús y admiraban lo que hacía, no llegaban a entender ni se deciddían a adherirse a él, aceptándolo como Mesías.  ¿O tal vez temían “entender”, Señor? Porque ¿no me ocurre eso a veces? Cuando tu Palabra tiene aristas, cuando corta y punza y duele demasiado, me da miedo entender lo que me pides, y entonces doy un paso atrás y comienzo a buscar explicaciones más cómodas, más sin complicaciones. Señor, Dios mío, ¿hasta cuándo temeré a tu Palabra? Ten misericordia de mí. Conviérteme, Señor.
“A vosotros se os ha concedido conocer los secretos del reino de los cielos y a ellos no.”  La Palabra del Señor hay que escucharla con corazón humilde, sencillo, libre de  prejuicios, y sin miedo a que nos desinstale y nos complique la vida. A  los fariseos y a los dirigentes judíos era lo que les faltaba. Sólo el oyente humilde y sin prejuicios llega a conocer el misterio del reino de Dios. Jesús llama a todos, a todos dirige su palabra. Pero en el corazón de cada uno se decide si se acepta o se rechaza su llamada. Lo del canto aquél: “un sembrador fue a sembrar / lo mejor de su semilla, / parte caía en el surco, / parte en la orilla; / la primera daba fruto / porque el agua la asistía, / la segunda se agostaba / y se moría. /No es culpa del sembrador, / ni es culpa de la semilla,  / la culpa estaba en el hombre, / y en cómo la recibía”. No fallas tú, Señor, no falla la Palabra. Falla nuestro corazón que no se abre a ella. Señor, que yo,  libre de miedos y prejuicios, escuche y acoja tu Palabra con grandes ansias de sentirme iluminado y cambiado por ella.
“¡Dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen.”  Lo que los discípulos están viendo y oyendo es lo que muchos justos y profetas anhelaron ver y escuchar, pero no se les concedió… Señor, ¡que maravilloso, si de mí puedes decir un día que soy dichoso porque no me he negado a ver ni a oír el misterio de amor que  has querido revelarme! Gracias, Señor, por haberme llamado  a ser de los tuyos. Perdona las veces que, ciego y sordo, no he querido ver ni oír tu amor. Dame, Señor,  unos ojos nuevos y un oído atento para ver y escuchar lo que quieres de mí en cada momento de mi vida y te responda generosamente.
Tras este rato de encuentro, el Espíritu te devuelve a la vida con los ojos abiertos, con los oídos atentos y con el corazón despierto. Permite que tus sentidos sean hoy la puerta por donde Dios se cuela en tu vida. Deja que tus sentidos descubran hoy la huella de Dios encarnada en la realidad y en todas las personas.
Gloria al Padre,
y al Hijo,
y al Espíritu Santo.
Como era en el principio,
ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

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