20 julio 2014

Hoy es 20 de julio, domingo de la XVI semana de Tiempo Ordinario.

Hoy es 20 de julio, domingo de la XVI semana de Tiempo Ordinario.
Hoy es un día para volver. Volver hacia Jesús, contarle y escucharle. Me sitúo junto a él. Inspiro su presencia y me entrego. En sus manos abandono todo lo que me agita y me altera. Me expongo a su palabra, que quiere hacer todo nuevo en mí. Maestro bueno, dejo en tus manos todo lo despistado, lo desorientado de mi camino. Tú estás dispuesta a enseñarme con calma. Tienes tiempo para mí.

La lectura de hoy es del evangelio de Marcos (Mc 6, 30-34):
En aquel tiempo, los apóstoles volvieron a reunirse con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado.
Él les dijo: «Venid vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar un poco.»
Porque eran tantos los que iban y venían que no encontraban tiempo ni para comer. Se fueron en barca a un sitio tranquilo y apartado. Muchos los vieron marcharse y los reconocieron; entonces de todas las aldeas fueron corriendo por tierra a aquel sitio y se les adelantaron. Al desembarcar, Jesús vio una multitud y le dio lástima de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor; y se puso a enseñarles con calma.
Hoy la palabra de Dios –en el libro de la Sabiduría (1ª lectura)-  nos dice que los que pertenecemos a su pueblo debemos parecernos a Dios que es tremendamente humano, comprensivo, abierto al perdón, que  sabe escuchar, que tiene paciencia y espera que el pecador cambie: “Tú, poderoso soberano, juzgas con moderación y nos gobiernas con gran indulgencia…  Obrando así, enseñaste a tu pueblo que el justo debe ser humano, y diste a tus hijos la dulce esperanza de que, en el pecado, das lugar al arrepentimiento.”  Así obra Dios. ¿Y nosotros?  ¡Qué estupendo que entendiéramos nuestro ser cristianos como un ser humanos como lo es Dios, como un tener “entrañas” y  ser compresivos, pacientes, que valoramos más lo bueno que tienen los otros que lo malo…! Señor, que nos parezcamos a ti, que juzguemos con moderación y gobernemos con indulgencia…
En la parábola del trigo y la cizaña Jesús compara el Reino de Dios a un campo en el que se siembra buen trigo, pero, sorprendentemente, aparece también cizaña, planta dañina que crece en los sembrados. Los criados, impacientes, quieren arrancarla enseguida, pues piensan que en el trigal sólo debe haber trigo. El dueño del campo, sin embargo, les pide que esperen hasta que llegue el tiempo de la siega; entonces será el momento de separar lo bueno de lo malo. Si no, hay peligro de que, al arrancar la cizaña, arranquen también el trigo. La lección de Jesús a su comunidad es clara: Nada de arrebatos puritanos en los suyos: en su comunidad –lo mismo que en el mundo- debe haber trigo y cizaña, buenos y malos. No porque ambos sean igualmente buenos, sino porque ¿quién tiene el criterio seguro para juzgar qué es "cizaña" y qué "trigo"?  Equivocarse no es difícil. Ahí está la historia que lo corrobora. Muchas veces en un momento se juzgó cizaña lo que después resultó ser trigo de la mejor calidad. Por ejemplo, Sta. Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz… En un primer momento, hubo quienes pensaron que lo que enseñaban y la reforma del Carmelo que pretendían no eran obra de Dios, y no sólo se les opusieron,  sino que a santa Teresa la acusaron ante la Inquisición y a S. Juan lo encarcelaron. Y con el mismo Jesús, ¿no ocurrió lo mismo? Lo condenaron por ser “cizaña”,  y ¿ha habido mejor trigo?  Y nosotros, ¿no hemos marcado muchas veces como cizaña a personas que después han resultado ser trigo muy limpio?
¡Qué intolerantes somos a veces, cuando vemos el mal en las personas o en la comunidad! Recurrimos pronto a la condena y a la expulsión. Y es que olvidamos que el Reino de Dios, como lo presenta la parábola de hoy, es como una comunidad donde hay justos y pecaderos. O mejor, una comunidad de personas que a la vez son justas y pecadoras, buenas y malas, unas veces trigo y otras cizaña. Porque no todo lo que hay en nosotros es bueno, pero tampoco es todo malo. Ni siempre somos igual. Y lo mismo digamos de los demás. Hoy el Señor nos llama a la esperanza cuando descubramos lo malo que hay en nosotros; porque el Señor –que es bueno y clemente, y rico en misericordia- es capaz de perdonarnos y cambiarnos. Y, del mismo modo, nos llama a la paciencia y comprensión con los demás. Sólo Dios es capaz de juzgar rectamente sin equivocarse. Un día lo hará. Nosotros no hemos de tener prisa; sólo Dios marca la hora final. El tiempo histórico es tiempo de maduración.  ¡Cuántos grandes pecadores –cizaña y de la peor- con la gracia de Dios han llegado a convertirse en trigo, y del mejor! Recordemos a san Agustín, por ejemplo… Señor, enséñanos a convivir con el mal en el mundo y en la comunidad, sin sumirnos en el pesimismo y la desesperanza, pero sin que ello suponga tampoco aprobarlo; que nos aceptemos a nosotros mismos y a los demás como pescadores, como trigo que intenta madurar, y que vivamos la lentitud del Reino con paciencia esperanzada.
En este momento final, cuento al Señor lo que he visto. Lo que ha movido mi corazón en este encuentro con su palabra. Los deseos que se han abierto camino y me dispongo a comenzar una semana nueva con la paz de su presencia y la urgencia de ser su testigo.
Que esta oración te pueda acompañar a lo largo de la semana, repitiendo en tu interior, una y otra vez este anhelo: haz que siempre vuelva a ti…, haz que siempre vuelva a ti…

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