03 marzo 2014

Lunes VIII del Tiempo Ordinario

Hoy es lunes, 3 de marzo.
Lo más saludable del día, es poder hacer alto en el camino para reposar y estar con el Señor. En realidad, Él siempre anda conmigo y yo con él. Pero a ratos necesito sentirme junto a él. Escucharle, comentarle lo que me ocupa y me preocupa. Rezar es tan sólo dedicar un tiempo a estar con el Señor para sentir su presencia. Así de sencillo.

La lectura de hoy es del evangelio de Marcos (Mc 10, 17-27):
“En aquel tiempo, cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló y le preguntó: Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna? Jesús le contestó: ¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios. Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre. Él replicó: Maestro, todo eso lo he cumplido desde pequeño. Jesús se le quedó mirando con cariño y le dijo: Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme. A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó pesaroso, porque era muy rico. Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: ¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el reino de Dios! Los discípulos se extrañaron de estas palabras. Jesús añadió: - Hijos, ¡qué difícil les es entrar en el reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios. Ellos se espantaron y comentaban: - Entonces, ¿quién puede salvarse? Jesús se les quedó mirando y les dijo: - Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo”.
El evangelio nos pone hoy ante las exigencias radicales del seguimiento de Jesús. Uno vino y preguntó a Jesús qué debía hacer para heredar la vida eterna; es decir, para evitar que la muerte sea el final de todo. Jesús le remite al camino que todo judío conocía: los mandamientos. El hombre dice que los cumple desde niño. Aquí el corazón de Cristo debió de dar un salto, de contento; pensaría: he  aquí un corazón generoso, que no se contenta con ser “bueno”, con “cumplir”. Y le miró con cariño y le dijo: “Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme.”  Pero aquí la alegría huyó del corazón de aquel hombre y del de Cristo: “…El frunció el ceño y se marchó pesaroso, porque era muy rico”. ¡Qué triste, Señor! Pudo empezar a construir una vida nueva en plenitud de amor y entrega, pero se asustó. Y se marchó para seguir con su vida piadosa rutinaria, y con sus riquezas, y el prestigio y el poder y la seguridad y el bienestar que ellas le proporcionaban. ¡Qué necedad, Señor, teniendo que elegir entre ti y el dinero, se quedó con los bienes materiales, que le ofrecían disfrutes y felicidad pasajeros, y te pospuso a ti, que le ofrecías “un tesoro en el cielo”!
Tal vez, meditando este pasaje, además de pena de aquel hombre, sintamos cierto desprecio por su cobardía. ¿Hasta dónde hubiera llegado, de haber dicho sí a Jesús?... Pero ¿no soy yo, no eres tú, aquel hombre? Kierkegaard dijo que, al leer la Biblia, debemos decirnos: “yo soy a quien le habla, yo soy de quien se habla.” Pues eso. Hoy el evangelio me habla a mí y a ti, y habla de ti y de mí. Digámonos, pues: “¿No soy ése al que Jesús ha mirado con cariño; ése a quien, ante mis deseos de un compromiso mayor con Dios y con mis hermanos los hombres, me ha mirado y me ha dicho muchas veces-: ‘Te falta una cosa: anda, vende tus bienes y ven y sígueme’? Y, yo soy ése que, ante sus exigencias, ha tenido miedo y se ha echado atrás.  El del evangelio se marchó pesaroso, porque era muy rico: era esclavo de sus riquezas. Y a mí ¿qué  cadenas me retienen?; ¿qué me esclaviza y hace que me marche?; ¿cuáles son “mis bienes”, ésos a los que no quiero renunciar? Señor, que hoy comprenda que el Reino de Dios no es cuestión de “cumplimientos” sólo, sino de amor, de generosidad, de entrega incondicional. Y que escuche tu invitación, sin miedos ni cobardías. Dame valor para “vender” esos “bienes” que me pides en cada momento.
Después, Jesús dijo a los discípulos: “Hijos, ¡qué difícil les es entrar en el reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero!”. Y es que es muy difícil que el rico no haga de la riqueza su “dios”, y en ese “dios” ponga  su confianza y para él viva y a él se dedique. Y ¡qué fácil es que  la riqueza lleve a las personas a olvidarse de Dios y de los pobres y marginados que están a su alrededor! L. Evely dice: “un hombre apegado al dinero…viola los dos grandes mandamientos de Dios: no reconoce a Dios como Padre ni al hombre como hermano”. Quien así vive y piensa, ¿cómo va a aceptar el reino de Dios, el reino del amor, de la justicia y del compartir, al que invita Jesús?... Oír esto tal vez nos espante, como a los discípulos, y, como ellos, nos preguntemos: “Entonces, ¿quién puede salvarse?” A los discípulos “Jesús se les quedó mirando y les dijo: Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo.” Así nos dice el Señor hoy a nosotros. Los discípulos lo comprobaron más tarde: con la fuerza del Espíritu pudieron vivirlo. Señor, que nosotros, débiles, confiemos que con la fuerza de tu Espíritu también podremos.
Me identifico tanto con ese que corría para encontrar a Jesús, que quisiera volver a escuchar lo que le dijo. La verdad es que yo deseo más, pero también siento  que lo que poseo me atrapa. Quisiera, de veras, seguir a Jesús. Deseo que me hable al corazón.
Señor, a veces pienso que llevo a cuestas una especie de tristeza crónica. Pienso que lo que tengo y lo que soy o creo ser, me atrapa. Quisiera salir corriendo a tu encuentro. Espera. No te vayas. Háblame al corazón,  que deseo seguirte de verdad. Para ti todo es posible, incluso que yo lo dé todo a los pobres y vaya contigo.

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