04 febrero 2014

Hoy es día 4 de febrero

Jesús se deja tocar por el dolor de los que le rodean. Se conmueve ante el sufrimiento y ante ellos pronuncia una palabra que les sana y transforma a las personas. Hoy se me invita a escuchar ese dolor que me rodea, a dejarme tocar por la esperanza de quienes siguen confiando en encontrar una salida, una solución, un remedio, aunque todo indique lo contrario.
La lectura de hoy es del evangelio de Marcos (Mc 5, 21-43):
En aquel tiempo, Jesús atravesó de nuevo en barca a la otra orilla, se le reunió mucha gente a su alrededor, y se quedó junto al lago. Se acercó un jefe de la sinagoga, que se llamaba Jairo, y, al verlo, se echó a sus pies, rogándole con insistencia: «Mi niña está en las últimas; ven, pon las manos sobre ella, para que se cure y viva.»
Jesús se fue con él, acompañado de mucha gente que lo apretujaba. Había una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía doce años. Muchos médicos la habían sometido a toda clase de tratamientos, y se había gastado en eso toda su fortuna; pero, en vez de mejorar, se había puesto peor. Oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto, pensando que con sólo tocarle el vestido curaría. Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias, y notó que su cuerpo estaba curado.
Jesús, notando que había salido fuerza de él, se volvió en seguida, en medio de la gente, preguntando: «¿Quién me ha tocado el manto?»
Los discípulos le contestaron: «Ves como te apretuja la gente y preguntas: "¿Quién me ha tocado?"»
Él seguía mirando alrededor, para ver quién había sido. La mujer se acercó asustada y temblorosa, al comprender lo que había pasado, se le echó a los pies y le confesó todo.
Él le dijo: «Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y con salud.»
Todavía estaba hablando, cuando llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle: «Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al maestro?»
Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga: «No temas; basta que tengas fe.»
No permitió que lo acompañara nadie, más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Llegaron a casa del jefe de la sinagoga y encontró el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos.
Entró y les dijo: «¿Qué estrépito y qué lloros son éstos? La niña no está muerta, está dormida.»
Se reían de él. Pero él los echó fuera a todos y, con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes, entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y le dijo: «Talitha qumi» (que significa: «Contigo hablo, niña, levántate»).
La niña se puso en pie inmediatamente y echó a andar; tenía doce años. Y se quedaron viendo visiones. Les insistió en que nadie se enterase; y les dijo que dieran de comer a la niña.
Hoy el evangelio nos narra dos milagros. Son dos escenas que siguen poniendo de manifiesto que el Reino de Dios está presente. Y que los que se encuentran con Jesús y creen en él experimentan su poder liberador del mal que les oprime, y que es capaz de darles vida y de hacer surgir la esperanza. Nosotros nos encontramos con Jesús muchas veces en su Palabra, en la Eucaristía, en los sacramentos, en la oración. ¿Por qué seguimos esclavizados por el pecado en muy diversas formas?, ¿por qué no recobramos la esperanza y la ilusión?, ¿por qué continuamos con una vida espiritual tan lánguida y sin tensión? ¿No es que no terminamos de creer y fiarnos de él? A Jairo le dijo el Señor: "No temas; basta que tengas fe." Y a la mujer que le toca: “Hija, tu fe te ha curado.” Este es el secreto: tener fe, creer en la fuerza sanadora, revitalizadora de Cristo. Si nos acercáramos a él con verdadera fe, tal vez la enfermedad, el problema siga ahí. Pero nuestra manera de afrontarlo, de “llevarlo”, ¡cómo cambia-ría! Hoy, Señor, te ruego con toda la fuerza de mi corazón: Aumenta mi fe. Que me fíe de ti.
Aquella mujer había buscado su curación durante doce años: “Muchos médicos la habían sometido a toda clase de tratamientos, y se había gastado en eso toda su fortuna; pero, en vez de mejorar, se había puesto peor”. Jesús sí pudo con el mal de aquella mujer. Ella se acercó a él, temerosa, pero esperanzada. Ni siquiera le pidió que la curara. Simplemente “le tocó el manto, pensando que con sólo tocarle el vestido curaría”. Muchos apretujaban a Jesús, pero ella le tocó de una manera distinta a los demás. Por eso le robó el milagro: “Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y con salud.” Yo, Señor, también ando por la vida agobiado por mis “enfermedades”, de las que necesito que me cures. Que te “toque” con la fe de aquella mujer, sobre todo, en la eucaristía. Santa Teresa animaba a sus monjas a confiar en Cristo: “Si cuando andaba en el mundo de sólo tocar su ropa sanaban los enfermos, ¿qué hay que dudar que hará milagros estando dentro de mí -si tenemos fe- y nos dará lo que le pidiéramos, pues está en nuestra casa? Y no suele Su Majestad pagar mal la posada si le hacen buen hospedaje”  (CP 34). Ah, si nosotros le hiciéramos “buen hospedaje ”¡qué otro sería el resultado de nuestras comuniones!
“La niña no está muerta, está dormida... Entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y le dijo: "Talitha qumi" (que significa: "Contigo hablo, niña, levántate"). La niña se puso en pie inmediatamente y echó a andar.” ¡Cuántas veces nosotros nos sentimos también como la hija de Jairo: como muertos, desanimados, sin fuerzas, incapaces de seguir caminando hacia el Señor y luchando por su reino de amor y justicia y creando ilusión y vida como él!  Señor, cuando me veas así, acércate a mí, agárrame de la mano y di con autoridad: “Contigo hablo, levántate.” Que, si tú lo dices, Señor, sé que  podré ponerme en pie y comenzar a caminar de nuevo por tus caminos.
Al volver a leer el texto, pongo rostro a esa mujer temerosa que se atreve a tocar a Jesús. Y a ese padre angustiado por la enfermedad de su hija. Junto a ellos me fijo en personas que me salen al camino desde su dolor y sufrimiento. Algunos sin atreverse a pedir ayuda, esperando que alguien les acompañe.
Me dejo interpelar por Jesús. Me dejo tocar por él. ¿De qué necesito curarme? ¿Qué miedos me surgen ante la cercanía de los que sufren? ¿A qué me invita la actitud de Jesús? Le comento a Jesús mis sentimientos y me dejo acompañar por él.
En verdad es bueno para nosotros
cantar tu Nombre
y bendecirte a ti,
el Dueño de la vida,
Dios que nos engendras a la eternidad.
Te glorificamos,
porque nuestra vida se consumía
y nosotros no podíamos retenerla,
pero tú la tomas en tus manos
y ella despierta a tu juventud.
Te bendecimos, sí:
¿dónde está la victoria de la muerte?
¿Dónde su aguijón,
si tu Hijo se desembarazó
de los poderes que querían retenerlo
y nos arrastró consigo en su victoria?
Por ser él el Primogénito del mundo nuevo,
podemos cantarte por él y en él.

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