27 enero 2014

Comentario al Evangelio de hoy, 27 de enero

En un libro religioso judío del siglo IV o V, llamado Talmud (palabra que significa poco más o menos “enciclopedia”), se ha conservado una curiosa tradición sobre Jesús que corrobora lo que leemos en el evangelio de hoy; dice literalmente: “la víspera de la pascua fue colgado Jesús por haber practicado la hechicería y haber seducido a Israel”. La acusación contra Jesús de practicar la hechicería es de gran valor: significa que los enemigos no pudieron negar los portentos que realizaba y no les quedó otra salida que interpretarlos como magia o como uso de poderes que le prestaba el mismísimo Satanás.

Tal actitud ante la presencia del poder salvífico de Jesús, por muy extraña que nos pueda parecer, quizá, si la consideramos a fondo, puede resultarnos hasta familiar. Los escribas no hacen otra cosa que “protegerse” frente a la llamada de Jesús. Todo cambio religioso lleva consigo algo de incomodidad: nos “descoloca”, nos desinstala. Y lo mejor es acallar o desautorizar al profeta que lo propone. La palabra de Jesús era ratificada por sus acciones; descalificando tales acciones, quedaba descalificada ella también, y todos muy cómodos, tranquilos, descansados. ¿No tenemos algo de experiencia de esto?
Jesús reduce al absurdo el razonamiento de los enemigos y explica su proceder con una breve parábola. Empalmando con la mentalidad de la época, él considera que toda manifestación del mal es obra directa de Satanás, el “fuerte”; y él, que va eliminando el mal e implantando el bien, eliminando el dolor e implantando la salud, explica que puede hacerlo porque es “más fuerte” y ha encadenado al “fuerte”.
Es toda una lección de esperanza. La palabra del bien es más fuerte que la del mal; la última palabra la tiene el bien, el poder de Dios, que es poder de vida; Dios es el Dios de salvación, y Jesús, con la fuerza del Espíritu, va ofreciendo anticipos que hay que percibir, agradecer y celebrar.
La conclusión de nuestra pequeña narración es sobrecogedora: existe un pecado imperdonable, la blasfemia contra el Espíritu Santo. Pero, ¿en qué consiste ésta? Probablemente en negar la presencia del Espíritu y su poder salvífico, o en sustraerse obstinadamente a su poder salvífico. No se trata entonces de que el amor de Dios no dé de sí para perdonar toda culpa, sino de que el pecador se niega a situarse en el radio de acción del amor de Dios. El Padre nunca le cerrará la puerta, pero tampoco le aplastará con una acción amorosa que él rechaza.
Severiano Blanco cmf