11 noviembre 2012

Reflexión, domingo 11 de noviembre


Hoy es 11 de noviembre, domingo de la XXXII semana de Tiempo Ordinario.
El Señor me ha citado, hoy también, para encontrarme con él. Me sereno y me abro a su presencia. Presencia que me envuelve. En él existo. Presencia que me inunda. Es más interior a mí que yo mismo. Dejo, desde ahora, que el Señor libere mi mirada, ponga su corazón en mis ojos para contemplar como él, para captar lo que sólo él ve. Concédeme, Señor resucitado, la claridad de tu espíritu.
La lectura de hoy es del evangelio de Marcos (Mc 12, 38-44):
En aquel tiempo, entre lo que enseñaba Jesús a la gente, dijo: «¡Cuidado con los escribas! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en la plaza, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y devoran los bienes de las viudas, con pretexto de largos rezos. Éstos recibirán una sentencia más rigurosa.»
Estando Jesús sentado enfrente del arca de las ofrendas, observaba a la gente que iba echando dinero: muchos ricos echaban en cantidad; se acercó una viuda pobre y echó dos reales.
Llamando a sus discípulos, les dijo: «Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir.»
Jesús, siempre sabe escoger el lugar más apropiado para poder captar lo que desde otro lugar sería imposible ver. Al comenzar mi reflexión me sitúo junto a él y siento su invitación a observar atentamente. Con la imaginación me figuro ese lugar del templo. Lleno de gente, ruido, actividad, bullicio…
Contemplo a los ricos echar en cantidad, dando mucho para no cambiar su vida. En ellos quizás veo algunas dinámicas de mi vida. Me veo dando o haciendo muchas cosas buenas. Precisamente para no cambiar en nada, para no dejarme transformar en raíz.
El maestro me sugiere ahora centrar mi mirada cordial en alguien que resulta invisible casi para todos. Una mujer, viuda, indefensa, con corazón pobre, abierto y disponible para Dios. Con ella me pregunto: ¿hacia quién se me invita a dirigir la mirada en el hoy concreto de mi vida cotidiana? ¿Cuáles serán las dos monedas de las que me puedo desprender para poder expresar la entrega sin reservas de mi vida?
Al leer de nuevo esta palabra de vida, me hago consciente con gozo de los pequeños detalles de mi vida, que sólo conoce Jesús. Él ve siempre más allá de las apariencias. Él conoce mi más profundos anhelos y mis más escondidos temores. Caigo también en la cuenta de que Dios no necesita nada de lo que tengo. No le interesan mis cosas, le intereso yo y siento la llamada a confiar absolutamente en él, abandonar en sus manos todo lo que soy y lo que tengo. Todo lo recibo de él, todo es suyo, todo es gracia.
Voy cerrando este rato de oración. De nuevo me dejo acoger por la mirada luminosa de Jesús. Reconozco el principal sentimiento que me ha quedado y desde él le doy gracias. Él ha querido grabar en mí la confianza radical de esta sencilla mujer. Su desprendimiento total. Yo, con el apoyo de su fidelidad, me atrevo a decirle.
Padre, me pongo en tus manos,
haz de mí lo que quieras,
sea lo que sea, te doy las gracias.
Estoy dispuesto a todo,
lo acepto todo,
con tal de que tu voluntad se cumpla en mí,
y en todas tus criaturas.
No deseo nada más, Padre.
Te confío mi alma,
te la doy con todo el amor
de que soy capaz,
porque te amo.
Y necesito darme,
ponerme en tus manos sin medida,
con una infinita confianza,
porque Tú eres mi Padre.
Charles de Foucauld
Que esta oración me acompañe a lo largo de la semana, repitiendo en mi interior, una y otra vez, ese anhelo: concédeme Señor, tu manera evangélica de ver; concédeme Señor, tu manera evangélica de ver.