04 noviembre 2012

Comentario al Evangelio, 4 noviembre


El mandamiento primero de todos
¿Por qué preguntó el escriba a Jesús por el mandamiento principal, el primero de todos? No podía ser por ignorancia, puesto que era un especialista en la ley. Mateo y Lucas, en los pasajes paralelos, aluden a la mala intención de la pregunta: “para ponerlo a prueba” dice Mateo (Mt 22, 35); “para tentarlo”, indica Lucas (Lc 10, 25). Marcos, en cambio, no le atribuye ningún motivo torcido. Posiblemente, con buena o mala intención, el planteamiento de la pregunta era eminentemente técnico: ante la maraña de mandamientos (248) y prohibiciones (365) en que se había convertido la Ley de Moisés, es normal que hubiera numerosos casos de conflicto entre muchas de esas normas, y hubiera que establecer criterios de prioridad; y es altamente probable que hubiera también diversas escuelas en la interpretación y resolución de esos casos. Ya que Marcos no indica otra cosa, podemos suponer que el escriba pregunta con sinceridad, motivado tal vez por el prestigio del joven rabino de Nazaret, y con la curiosidad añadida de saber en qué corriente rabínica se situaba.
Pero Jesús no responde de manera técnica. Su respuesta tiene el carácter de una revelación, que suena con la autoridad procedente del mismo Dios: “Escucha, Israel”. El mandamiento principal, el primero de todos, no consiste en hacer o dejar de hacer, sino en escuchar lo que Dios nos dice. El primer mandamiento es estar abiertos, acoger, creer, fiarse del único Dios, y no permitir que nada ni nadie ocupe ese puesto único, que a nada ni a nadie le prestemos la atención que debemos prestarle a Dios en exclusiva. Sólo después, una vez que nos hemos abierto a la escucha de la Palabra que nos salva, podemos responder con amor al amor, amarlo con todo el corazón, con todo el alma, con toda la mente, con todo el propio ser.
Pero la respuesta de Jesús no se para ahí, sino que va más allá. En un interesante “dos por uno”, Jesús añade un segundo mandamiento, extendiendo la respuesta a la relación debida con los demás seres humanos. Esta ampliación depende de la revelación primera. El Dios del que habla Jesús es el Dios único, sí, que no permite que nadie ocupe su puesto, pero no es un Dios solitario, aislado, “ególatra”, celoso de un amor exclusivo que no quiere compartir con nadie. Al revés, el amor al Dios único lleva necesariamente al amor a los hombres, imágenes vivas del Dios, que nos ha mostrado la disposición y la voluntad de comunión compartiendo nuestra humanidad por medio de su Hijo, el Sumo sacerdote compasivo y fiel, que ha realizado el sacrificio definitivo, ofreciéndose a sí mismo, dando su vida por sus amigos (cf. Jn 15, 13). Y es que el Dios del que habla Jesús es el Dios amigo de la vida (cf. Sab 1, 13-14), que convierte en amigos suyos a los hombres que escuchan su Palabra (cf. Jn 15, 14).
En el amor a Dios y al prójimo resume Jesús toda la ley y los profetas, yendo a su corazón y dejando atrás la maraña de disposiciones legales que ahogaban a los judíos. Pero es curioso que esta “nueva Ley del Evangelio” se exprese por medio de dos citas del Antiguo Testamento: el célebre “Shemá Israel”, “escucha Israel” (Ex 6, 4), que todo judío piadoso debía recitar tres veces al día; y un texto del Levítico (Lv 19, 18) en el que se resumen una serie de deberes para con el propio pueblo en el mandato de amar al cercano (al familiar y al connacional). ¿Cómo es posible expresar la novedad radical del evangelio remitiéndose a la antigua ley? Lo es porque Jesús nos ofrece una nueva imagen de Dios y, en consecuencia, una nueva manera de entender quién es nuestro prójimo. El Dios del que habla Jesús no es el innombrable del Antiguo Testamento, sino su Padre. También Jesús ha vivido su particular “Shemá”, ha escuchadodel Padre las palabras clave que dan sentido a toda su vida: “Tú eres mi hijo amado” (Mc 1, 11). Y Jesús, el Hijo de Dios y el hijo del Hombre, nos hace partícipes de la paternidad de Dios, de su propia filiación. En ser en Cristo los hijos amados de Dios encontramos el fundamento del amor a sí: somos amados de Dios, luego no podemos despreciarnos, sino que tenemos que reconocer agradecidos nuestro propio valor y amarnos a nosotros mismos; y aquí encontramos la medida del amor al prójimo. Por fin, si Dios es el Padre de todos, el prójimo al que hay que amar ya no es sólo el cercano, el familiar, el miembro del propio pueblo, sino que todo ser humano se convierte en próximo, hermano nuestro y objeto de nuestro amor.
Que el escriba que dirige la pregunta lo hizo con buena voluntad parece confirmarlo la reacción ante la respuesta de Jesús. Da toda la impresión de que ha descubierto de repente la fuerza de la revelación contenida en unos textos que conocía muy bien y había recitado miles de veces, pero cuyo contenido le había estado velado hasta ahora. Realmente es así, los textos y las palabras del Antiguo Testamento no adquieren toda su fuerza y profundidad hasta que Jesús nos da la plena interpretación de los mismos. Sólo a la luz de Jesucristo nos resulta patente lo que hasta Él estaba sólo latente. Y el escriba expresa con entusiasmo (“¡muy bien, Maestro!”) la sorpresa de haber comprendido lo obvio, gracias a la luz recibida de la Palabra encarnada, y que hasta entonces los múltiples prescripciones legales le habían impedido entender. Fue entonces, al escuchar a Jesús con un corazón abierto, cuando por vez primera cumplió en su vida el primero de todos los mandamientos: “¡Escucha!” Y sólo entonces pudo entender quién es verdaderamente Dios, y quién el prójimo, y cómo debemos relacionarnos con ellos. En ese momento se hizo verdad para él el núcleo de la predicación de Jesús: “el Reino de Dios está cerca” (Mc 1, 15), “no estás lejos del reino de Dios”.
Se entiende que después de esto nadie hiciera ya más preguntas: una vez hemos escuchado y acogido la Palabra (al mismo Cristo), sólo queda poner en práctica lo que Él nos ha revelado, es la hora de amar a Dios con todo el corazón y al prójimo como a sí mismo.
José María Vegas, cmf