01 febrero 2012

Evangelio del día y reflexión, 1 febrero




Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 6, 1-6

Jesús se dirigió a su pueblo, seguido de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, comenzó a enseñar en la sinagoga, y la multitud que lo escuchaba estaba asombrada y decía: «¿De dónde saca todo esto? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada y esos grandes milagros que se realizan por sus manos? ¿No es acaso el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros?» y Jesús era para ellos un motivo de escándalo.
Por eso les dijo: «Un profeta es despreciado solamente en su pueblo, en su familia y en su casa». Y no pudo hacer allí ningún milagro, fuera de sanar a unos pocos enfermos, imponiéndoles las manos. Y Él se asombraba de su falta de fe.
Jesús recorría las poblaciones de los alrededores, enseñando a la gente.
Compartiendo la Palabra
Por Severiano Blanco, cmf

Queridos hermanos:

Cuando el mensaje resulta urticante, el recurso más sencillo consiste en deshacerse del mensajero. Por el momento esto no sucede con Jesús, sino que a los críticos les basta con descalificarle; pero el evangelista nos va preparando para ese doloroso desenlace.

El pasaje evangélico de hoy tiene un escenario pequeño (una mera intervención didáctica de Jesús en la sinagoga de Nazaret en un sábado) y un trasfondo mucho más grande: esa sabiduría que se le ha dado y esas acciones poderosas que realiza con sus manos.

Los nazaretanos asistentes al culto sabático parece que conocen algo de la estela que Jesús va dejando tras de sí. Ahora le escuchan directamente en su pueblo, y “se pasman” al oírle. Pero no parece que ese pasmo sea en positivo; más bien, parece que queda redefinido por un verbo que viene después: “se escandalizaban de él”. Tal vez le tilden de presuntuoso, de audaz, de demasiado idealista y sincero. Jesús no solía descafeinar “prudentemente” su mensaje sobre el proyecto de Dios; en ningún momento buscó “agradar”; no usaba “paños calientes”. Más bien nos deja la impresión de que le gustaba “provocar”, ser incisivo, aun arriesgando: “he venido a traer fuego a la tierra y qué ganas tengo de que arda” (Lc 12,49). Es evidente que, cuando Jesús habla, en la sinagoga no se duermen.

De todos es sabido que en aquella época no existía escolarización de niños. Pero siempre hubo maestros que alfabetizaban en su casa. Los así alfabetizados, que habían gastado una parte de sus haberes en ese aprendizaje privado, adquirían una legitimación para exponer públicamente sus ideas y proyectos. Al parecer, Jesús no fue uno de ellos, sino que fue alfabetizado en el seno de la propia familia; y esto no era reconocido. Pero tampoco él pretende que se le reconozca: su autoridad tiene otra procedencia; de su sabiduría se dice que “le ha sido dada”, verbo en pasiva que introduce el evangelista entre las expresiones de los presentes y que se refiere a la acción de Dios (es el llamado “pasivo divino”): le ha legitimado el Padre, como dirá con frecuencia el IV evangelio.

La propia sabiduría y poder serían suficientes para acreditar a Jesús en lo novedoso de su propuesta; pero sus compaisanos deben de tener una predisposición al cómodo inmovilismo. Por otro lado, el conocimiento directo de Jesús y su parentela les proporciona una excesiva familiaridad con él; se parecen al sacristán que, de tanto pasearse por el templo y limpiar el polvo a los santos, les ha perdido el respeto.

Ninguno de los dos riesgos nos es extraño a nosotros. Gran parte de los lectores de este comentario sois, como yo, creyentes desde hace mucho tiempo; por ello ya “sabemos muy bien” cómo se es cristiano, y quizá “ponemos el escudo” frente a nuevas llamadas. Además, estamos en constante contacto con la Palabra, tan familiarizados con ella que apenas contamos con que nos pueda aportar algo nuevo… Probablemente no somos el Jeremías que “devoraba” las palabras de Yahvé que iba encontrando, porque –dice él- “eran mi gozo y la alegría de mi corazón” (Jr 15,16).

Quizá nos sea necesario, y urgente, provocar que resurja en nosotros la sorpresa ante la novedad que la Palabra siempre trae consigo y el sobrecogimiento ante la autoridad que en ella nos sale al paso.