01 enero 2011

La más tierna de las madres y la más poderosa de las reinas

El sacerdote y escritor español José Luis Martín Descalzo narra en una de sus obras: «Recuerdo que hace ya muchos años, me encontraba desayunando en la cafetería de un hotel de Roma. Se me acercó una chica japonesa, y me preguntó si yo era sacerdote. Le respondí que sí, y entonces me dijo a bocajarro: 

–“¿Podría usted explicarme quién es la Virgen María?”. Sus palabras me sorprendieron tanto que sólo supe responder: –“¿Por qué me hace esa pregunta?”. Y aún recuerdo sus ojos tan conmovidos cuando me explicó: –“Es que ayer oí rezar por primera vez el Avemaría, y no sé por qué me he pasado toda la noche llorando”. Y entonces tuve que explicarle que también yo necesitaría pasarme muchas noches llorando para poder responder a esa pregunta....». 

Y para ti, querido amigo, ¿quién es la Virgen María?... La solemnidad del día de hoy nos da una respuesta, que corresponde a uno de los muchos títulos de María Santísima: 

1) María es la Madre de Dios. 

¡Tantas veces lo hemos escuchado y lo rezamos cada día que tal vez ya nos hemos acostumbrado! Debido a nuestra educación y al ambiente en el que vivimos, tal vez ya no nos impresiona ni nos dice nada –como sucede, tristemente, con tantas otras verdades y misterios de nuestra fe—. A fuerza de repetir las cosas, nos hemos arrutinado e insensibilizado. 

Pero no era así para los cristianos de los primeros siglos de la Iglesia. Les parecía algo increíble, inaudito y –si me permiten la expresión— algo apoteósico. ¿Cómo era posible que una criatura humana pudiera ser la madre del Dios infinito y omnipotente? Eso sólo cabía en los mitos paganos y en los círculos heréticos de la religión politeísta. Y tanto era así que insignes teólogos de entonces se opusieron rotundamente a esta afirmación. Y cuando no aceptaron la doctrina de la Iglesia, se convirtieron en “herejes”: Arrio, Nestorio y otros. 

¡María Santísima es realmente la Madre de Dios! Así lo había revelado Dios mismo en la Sagrada Escritura y lo ratificaban los Santos Padres y los Concilios de la Iglesia. Fue en Éfeso, el año 431, cuando se proclamó solemnemente a María como la “Theotókos”, la que engendró a Dios. Y después de once siglos exactos, el año 1531, María de Guadalupe se aparecía en México al indio Juan Diego, diciéndole: “Juanito, el más pequeño de mis hijos, sabe y ten entendido que yo soy la siempre Virgen María, Madre del verdadero Dios por quien se vive”. 

María ha engendrado al Hijo de Dios y Dios ha nacido de las entrañas purísimas de María porque Él así lo ha querido. El Verbo se hizo carne en María y así pudo habitar entre nosotros, para redimirnos y realizar el plan de salvación. Gracias a ella, Dios ha podido hacer nuevas todas las cosas. 

Como afirma bellamente san Anselmo: “Dios, a su Hijo, el único engendrado de su seno igual a sí, al que amaba como a sí mismo, lo dio a María; y de María se hizo un hijo, no distinto, sino el mismo, de suerte que por naturaleza fuese el mismo y único Hijo de Dios y de María. 

Toda la naturaleza ha sido creada por Dios, y Dios ha nacido de María. Dios lo creó todo, y María engendró a Dios. Dios, que hizo todas las cosas, se hizo a sí mismo de María; y así rehizo todo lo que había hecho. El que pudo hacer todas las cosas de la nada, una vez profanadas, no quiso rehacerlas sin María. Por eso, Dios es padre de las cosas creadas y María es madre de las cosas recreadas. Dios es padre de la creación y María es madre de la universal restauración”. 

2) Y María, por ser la Madre de Dios, es también todopoderosa como Medianera. 

San Bernardo y los Santos Padres solían llamarla “Omnipotentia supplex”, la Omnipotencia suplicante. Porque es la más poderosa de las reinas y la más eficaz de las intercesoras. En Caná arrancó a su Hijo el primer milagro “cuando aún no había llegado su hora”. Y puede hacer siempre lo mismo, si acudimos a ella con fe, con confianza y amor filiales, pues una madre no niega nada a un hijo. 

Los siglos XV y XVI fueron una gravísima amenaza para la cristiandad. Los turcos arrasaban Europa con la pretensión de conquistarla para el Islam (hoy también se cierne un peligro no muy diferente). Y entonces el Papa Pío V armó a la Iglesia con el santo Rosario para la defensa de la civilización cristiana. El 7 de octubre de 1571 la flota cristiana presentó batalla a los turcos en Lepanto. La victoria fue clamorosa. Por eso el sultán Solimán decía: "Le tengo más miedo a las oraciones del Papa que a los ejércitos europeos". ¡A las oraciones a María Santísima! 

Fátima, Lourdes, persecución de la Iglesia en el siglo XX y XXI... Las cosas no han cambiado demasiado. Y María sigue siendo hoy y siempre el “Auxilio de los cristianos”. 

3) María es también mi Madre. 

Entonces, con María, ¡estamos seguros, somos poderosos! San Estanislao de Kotska solía repetir, lleno de ternura y emoción: “¡La Madre de Dios es también mi madre!”. Y en esta expresión encerraba toda su relación íntima, personal y afectiva con María Santísima. Un amor mutuo que enlazaba ambos corazones y en él se sentía acogido y protegido. 

“Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige. No se turbe tu corazón ni te inquiete cosa alguna. ¿No estoy yo aquí que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sobra? ¿No estás por ventura, en mi regazo?”… Ya sabemos de quién son estas palabras. ¡Todos necesitamos de una madre, necesitamos de María! Sobre todo en los momentos difíciles de la vida, en la aflicción, en la soledad, en la tribulación. Ella nos consolará, nos confortará, nos acompañará en el camino de la vida hasta llegar al cielo, a la presencia adorable de su bendito Hijo. 

Por eso, en este día en que iniciamos el Año nuevo y en el que celebramos la solemnidad de la Madre de Dios, acudamos a nuestra Madre santísima, postrémonos ante ella, acojámonos en su regazo maternal y, con todo el afecto de nuestro corazón, consagrémosle todo nuestro ser. 

¡Ella es la más tierna de las madres y la más poderosa de las reinas! Con ella todo lo podemos. Pidámosle con todas las veras de nuestra alma lo que traigamos en lo más íntimo de nuestro corazón y ella nos lo concederá. Y ojalá que nosotros también podamos decir, como decía el Papa Juan Pablo II: “Totus tuus, Maria, ego sum!”, “Todo tuyo, María, yo soy!”. 

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